El Americano
Jeffrey Lawrence
"un pueblo emprendedor y pujante que la desconoce y la desdeña” —José Martí, Nuestra América Es una novela de formación, un tratado contra el monolingüismo y una comedia de malentendidos hemisféricos. La risa, en El Americano, marca a la misma vez el conflicto político de posiciones irreconciliables como la posibilidad de solidaridades que traspasan los horizontes identitarios. El personaje es un “gringo raro” que devora con obsesión inusitada la literatura latinoamericana. Otros gringos vienen a Latinoamérica a gozar, a tener experiencias, a turistear. Este viene a leer todo lo que encuentra. Y por décadas se lo lee todo, desde el canon más difícil de México y Argentina, hasta los escritores de culto más oscuros, fuera de imprenta, intraducibles, de Puerto Rico o Uruguay. Es decir, que esta obsesión por la literatura latinoamericana (que rebasa por mucho tanto la idea de pasatiempo como la de profesión) se convierte con los años en la fuerza motriz de la vida de este americano. La lectura voraz (en otra lengua, en otras visiones de mundo) se convierte en experiencia pura que moldea una subjetividad extraña, una forma rica y problemática de habitar el mundo. ¿Por qué? ¿Por qué este gringo blanco le dedica su vida a la lengua de nuestra América? ¿Por qué lo lee todo hasta lo que nadie más lee? ¿Por qué escribe su primera novela en este español tan perfecto? En un momento en que los escritores latinoamericanos en busca de premios y reconocimientos abandonan su lengua natal para escribir en inglés, este escritor americano hace lo contrario, escribe y publica en español, en editoriales independientes que son la trinchera de lo que queda que no ha sido asimilado a las corporaciones multinacionales. En inglés, la novela sería un hit; en español, sólo será leída por lectores duros, crueles o generosos, y pocos que somos. Más que admiración por la valentía o la ingenuidad, esto despierta sospecha en el lector. Esa sospecha, tan latinoamericana, por supuesto, está en el centro del relato.
|
“Cuando me hacían la pregunta en Montevideo, ¿y por qué viniste al Uruguay?, atrás casi siempre había otra pregunta más imponente e inquietante: ¿y por qué aprendiste el español? Vivo haciéndome esa pregunta, y vivo pensando que la gente me la está haciendo, aun cuando no la vocalizan. ¿Qué haces aquí́ hablándonos en nuestro idioma? ¿Qué quieres realmente? ¿No entiendes que el partido se juega en tu casa, en tu cancha, que es la cancha mundial?” (133)
La protagonista de la novela, sin embargo, es la lengua. Pero como bien sabemos, la lengua es tanto la compañera del Imperio como la casa de la amistad. ¿Cómo, pues, conciliar en una sola vida, Imperio y amistad, poder y solidaridad, o todavía más difícil, el capital y el amor? Así comienza la primera página de El Americano:
“Hace algunos años un amigo mexicano me dijo: con el portugués se llega a la verdad a través de la exageración. Y luego de calentar con dos portentosos ruidos nasales, me enseñó a ser brasileño, recitando una serie de poemas en un acento impecablemente carioca, o más bien lo que yo percibí́ como un acento carioca, porque en realidad mis capacidades para descifrar los dialectos lusófonos no son lo que deberían ser según mis credenciales académicas. Mi oído para el español, en cambio, es muy bueno. Puedo diferenciar entre el español puertorriqueño, el español cubano, y el español dominicano, y noto la leve distinción entre el acento chilango y los tonos más cantaditos de la gente del norte. En ocasiones, hasta he sabido identificar a un montevideano entre una manga de porteños, para gran placer del uruguayo y mayor molestia de los argentinos, que me juran que los orientales hablan exactamente igual que ellos… solo un poco más despacio. Pero nunca he podido dominar del todo, como mi amigo, la producción de los sonidos ajenos, y después de varios años he tenido que conformarme con un español misceláneo, un español Univisión picado de entonaciones gringas que irrumpen cada vez que me pongo nervioso. Un español que se arma de verdad solamente cuando me encuentro, como ahora, en el mundo hispano.” (p.13-14)
El Americano es una explosión de perspectivas: cómo vemos los latinoamericanos al gringo, cómo ve el gringo a su imperio y a sí mismo desde los ojos de los latinoamericanos, cómo ve el gringo a un continente vasto, enorme, que desde la distancia parece ser una cosa y desde la cercanía una explosión. Los malentendidos son fuertes y chocantes en la novela: literarios, amorosos, raciales, geopolíticos, deportivos, sexuales. El primer capítulo comienza durante un año de estadía en Guanajuato, durante lo que los gringos llaman el gap year (después de la escuela, antes de la universidad) en el que el protagonista apenas habla español y comete todos los errores románticos de un gringo blanco perdido en México. El segundo capítulo pasa en Río de la Plata. El protagonista va a estudiar a la Universidad de Buenos Aires donde experimenta una buena huelga universitaria (algo que no pasa en la Gringolandia tan obediente) y termina completando el año académico en Montevideo. El último capítulo pasa en Nueva York, el protagonista ya un profesor adulto, con estadías esporádicas en Latinoamérica, que ahora se propone escribir una novela en español en un país en que esa lengua es en sí misma un acto subversivo. Como sabemos, adquirir fluidez en otra lengua y otras culturas es un proceso largo. El Americano parece querer decirnos que tiene que ser también duro y chocante, y que nos hace humildes, pues porque perdemos toda sofisticación al principio, porque hacemos el ridículo, porque vivir diariamente (ni decir, amar) en otra lengua y cultura nos hace a la misma vez más sensibles y más torpes, más conscientes y más ingenuos. Pero claro, al leer esta última oración, nos reímos todos los latinoamericanos que hemos tenido que venir a Estados Unidos o a Europa a trabajar, forzados por la situación económica de nuestros países. Nos reímos porque ese habitar en otra lengua y cultura, parece en esta novela una decisión (no lo es, pero lo parece), y más que eso, una pasión, no una necesidad material. La escenificación de esta “risa” es central en la novela, que está muy consciente de ella, que se ríe también del Americano junto con las lectoras, que se ríe de sí misma sin dejar de tomarse tremendamente en serio. Es decir, que a la misma vez que la novela se burla de sí misma, también se toma en serio la valentía del Americano a querer dejar de ser americano. Entre la auto-burla y el abandono, la novela busca aceptar “la incómoda paradoja de mi posición” (135).
Hay una escena particularmente cómica (en una novela que ya he descrito arriba como una comedia de malentendidos hemisféricos) que ilustra esta manera de burlarse de uno mismo y a la vez tomarse la vida en serio. Es una escena en la que creo se ilustra tanto la relación entre literatura e Imperio, como el deseo incontrolable de salirnos de nosotros mismos, aquel devenir minoritario del que hablaba Deleuze (o Perlongher) no como una esencia sino como un movimiento. El protagonista encuentra muchos años después una libreta que tenía durante su primer año en Montevideo, cuando era un jovencito que no sabía qué hacer con su vida, en un momento particularmente deprimente (corazón roto viviendo en otro país). En la libreta encuentra un poema de esa época que la novela reproduce. Es un poema cursi como los de todes nosotres que nos enamoramos perdidamente de la literatura cuando jovencitas. El joven Americano escribe que cuando los adultos gringos le pregunten qué quiere ser, contestará que quiere ser un poeta maldito latinoamericano (nuestro resumen de varios versos). Y mientras va definiendo ese deseo en unos cinco o seis versos, también dice que será “una especie de Conrad barato, pero al revés” (110). La risa se encuentra, claro, en la imposibilidad de abandonarnos a la experiencia. Es una imposibilidad que en la tradición literaria de la lengua inglesa no se manifiesta de manera cómica sino de manera heroica e hipermasculina, (por no decir ya de plano machista y racista), un deseo de conquista. La vemos tanto en Conrad, como en Hemingway (contrapunto constante en esta novela) o en Kerouac. La novela de Jeff Lawrence es, claramente, una burla demoledora de esa tradición literaria en que el escritor blanco aventurero va a emborracharse a Latinoamérica o África sin hacer el más mínimo esfuerzo de leerse a un solo autor del país que visita, ni a aprender nada de la lengua (podemos añadir acá a Hunter Thompson en Puerto Rico, o a William Burroughs en Marruecos).
Hay una escena particularmente cómica (en una novela que ya he descrito arriba como una comedia de malentendidos hemisféricos) que ilustra esta manera de burlarse de uno mismo y a la vez tomarse la vida en serio. Es una escena en la que creo se ilustra tanto la relación entre literatura e Imperio, como el deseo incontrolable de salirnos de nosotros mismos, aquel devenir minoritario del que hablaba Deleuze (o Perlongher) no como una esencia sino como un movimiento. El protagonista encuentra muchos años después una libreta que tenía durante su primer año en Montevideo, cuando era un jovencito que no sabía qué hacer con su vida, en un momento particularmente deprimente (corazón roto viviendo en otro país). En la libreta encuentra un poema de esa época que la novela reproduce. Es un poema cursi como los de todes nosotres que nos enamoramos perdidamente de la literatura cuando jovencitas. El joven Americano escribe que cuando los adultos gringos le pregunten qué quiere ser, contestará que quiere ser un poeta maldito latinoamericano (nuestro resumen de varios versos). Y mientras va definiendo ese deseo en unos cinco o seis versos, también dice que será “una especie de Conrad barato, pero al revés” (110). La risa se encuentra, claro, en la imposibilidad de abandonarnos a la experiencia. Es una imposibilidad que en la tradición literaria de la lengua inglesa no se manifiesta de manera cómica sino de manera heroica e hipermasculina, (por no decir ya de plano machista y racista), un deseo de conquista. La vemos tanto en Conrad, como en Hemingway (contrapunto constante en esta novela) o en Kerouac. La novela de Jeff Lawrence es, claramente, una burla demoledora de esa tradición literaria en que el escritor blanco aventurero va a emborracharse a Latinoamérica o África sin hacer el más mínimo esfuerzo de leerse a un solo autor del país que visita, ni a aprender nada de la lengua (podemos añadir acá a Hunter Thompson en Puerto Rico, o a William Burroughs en Marruecos).
“[A]dmito que a mí me molesta que no exista casi ninguna historia personal escrita en español por un angloparlante. Después de las casi diez mil novelas gringas que toman lugar en una Latinoamérica en donde el protagonista ni siquiera sabe pedir un pinche mezcal en buen azteca (o peor aún, sólo sabe pedir mezcal en azteca), después de las casi diez mil novelas escritas por hispanohablantes que pasan al inglés para “entrarle” al mercado, hace falta que algún yanqui vaya a contracorriente de las políticas dominantes de la lengua. Me explico. No quiero ser como esos turistas neoyorquinos que se ufanan al hilar dos frases seguidas para hablarle a un mesero andino y luego se refugian en su inglés universal para explicar que todo está́ mal o que nosotros somos malos o que ustedes son unos maltratados. Si de algo me ha servido estudiar un segundo idioma durante tantos años es para comunicarme con ustedes directamente, eliminando la engañosa muletilla de la traducción. Lo considero mi deber.
Les solicito entonces que dejen de enfilarse a la librería o cafebrería más cercana para hojear novedades de Estados Unidos. No compren más libros de los beat o de la generación perdida traducidos al español, y mucho menos esos mismos libros en su idioma original. No por razones sociales ni políticas ni económicas, sino porque simplemente ya está́. ¿Hay que emborracharse con dos prostitutas viendo carreras de caballo en los hipódromos más gastados de California para ser norteamericano? ¿Hay que haberse hecho un trip de ayahuasca en la zona amazónica para considerarse un auténtico viajero gringo? ¿Se dan cuenta de que en Estados Unidos la gente se burla de Bukowski? ¿Que lo ven como uno de esos pacientes en los anuncios de Viagra al que no se le baja la pinga en cuatro horas, enfermito por haber tragado la sociedad norteamericana de un bocado, no por haber luchado en su contra? Permítanme hacer un poco de propaganda. Este libro, a diferencia de los otros, es intraducible. Y por favor no piensen que me estoy haciendo el whitmaniano. Lo que quiero decir es que este libro no se publicará en inglés. Se va a quedar entre nosotros. No quiero arriesgar mi posición allá́, lo mismo que no quiero que ustedes me asocien con esa tradición de arriesgados” (15-16).
Contra esa tradición, Lawrence echa mano de dos tradiciones alternativas. Por un lado, de la tradición del sentido del humor judío de la auto-burla (self-deprecating). Se mofa de su propio deseo trágico, de su propia búsqueda de sentido, de ese aburrimiento existencial que es la enfermedad de los hombres blancos hetero. La herencia judía del protagonista, común también en el Río de la Plata, es motivo de algunos momentos claves de la novela. Por el otro lado, de las novelas de Roberto Bolaño (figura recurrente en la novela) o de Ricardo Piglia en las que la valentía y la experiencia se encuentran no en el deseo de conquista sino en la lectura obsesiva de la literatura de otros. Pero lo que hace Lawrence acá es más que una simple burla o una ridiculización de esa tradición literaria.
Hay detrás de la risa en esta novela, una fe potente en la lectura. Y es tan potente que merece las siguientes preguntas (no sus respuestas); ¿puede la lectura emanciparnos de la soledad?, ¿puede la literatura crear solidaridades contra el monolingüismo imperial y genocida? o tal vez de una manera más graciosa, aludiendo a Martí, ¿puede la literatura latinoamericanizar a los gringos para que ya no nos desdeñen? El Americano es un debut literario brillante e inspirador, incómodo y valiente. El final de la novela promete ser el principio de una obra larga y, pues, arriesgada. Acá, en este otro mundo, donde la gloria poética se pasa sin pena, sin gloria, sin mundo, sin un miserable sándwich de mortadela.
Hay detrás de la risa en esta novela, una fe potente en la lectura. Y es tan potente que merece las siguientes preguntas (no sus respuestas); ¿puede la lectura emanciparnos de la soledad?, ¿puede la literatura crear solidaridades contra el monolingüismo imperial y genocida? o tal vez de una manera más graciosa, aludiendo a Martí, ¿puede la literatura latinoamericanizar a los gringos para que ya no nos desdeñen? El Americano es un debut literario brillante e inspirador, incómodo y valiente. El final de la novela promete ser el principio de una obra larga y, pues, arriesgada. Acá, en este otro mundo, donde la gloria poética se pasa sin pena, sin gloria, sin mundo, sin un miserable sándwich de mortadela.
Jeffrey Lawrence (Salt Lake City, 1983) es escritor, traductor, y docente universitario. Es doctor en literatura comparada por Princeton University y actualmente es profesor asociado en Rutgers University-New Brunswick. Es autor del libro Anxieties of Experience: The Literatures of the Americas from Whitman to Bolaño (Oxford, 2018) y traductor al inglés de las obras Últimas noticias de la escritura de Sergio Chejfec (Charco, 2023) y Cómo viajar sin ver: (Latinoamérica en tránsito) de Andrés Neuman (Restless, 2017). Forma parte del equipo fundador del Grupo de Estudios Sobre Editoriales Independientes (GESEI) y es uno de los creadores de la revista virtual El Roommate: Colectivo de Lectores.
El americano is a publication by Chatos Inhumanos.
El americano is a publication by Chatos Inhumanos.
Comment Box is loading comments...
|
|